Comentario
Los historiadores suelen recordar que en el año 1380 se producen dos hechos que permiten calibrar el alcance y la penetración de las nuevas ideas humanistas: la donación de la biblioteca real por parte de Pedro el Ceremonioso al monasterio de Poblet, panteón real, acompañada de una carta en la que el rey subraya la superior importancia del historiador sobre el protagonista de los hechos narrados, y en la que afirma que toda gesta se engrandece en la medida en que es más dignamente reflejada; y, en segundo lugar, el elogio que el propio monarca hace de la Acrópolis de Atenas. El rey, que era duque de Atenas y de Neopatria, asegura que se trata de la "más rica joya que existe en el mundo, y es tal que entre todos los reyes cristianos apenas podrían hacer otra semejante".
Parece lógico que los primeros síntomas de cultura humanista se manifiesten durante el reinado de este monarca, y más concretamente entre los servidores de la Cancillería, después de la reorganización a que fue sometida por el propio rey. La Cancillería no sólo actuó como instancia aglutinadora de la lengua hasta el punto de que el catalán literario, o si se prefiere el King's Catalan, es la lengua románica que ofrece menos dialectalismos, sino que además permitió, gracias a una concepción más moderna del Estado, que sus notarios y escribanos aplicasen a las tres lenguas oficiales -latín, catalán y aragonés- las pautas estilísticas de los autores clásicos.
En la Cancillería el interés preponderante se centra en los escritores latinos. En la corte pontificia de Aviñón, Juan Fernández de Heredia traducía Plutarco al aragonés, mientras que la eclosión definitiva de las ideas cara a los humanistas se produciría en Nápoles, durante el reinado de Alfonso el Magnánimo.
Las primeras manifestaciones que indican este renovado interés por la Antigüedad clásica y por su lengua, así como la admiración que ésta despierta ante la que se considera insuficiencia del vulgar -como plomo en comparación con el oro fino, dirá Jaume Conesa- al intentar adaptar sus períodos aparecen en forma de traducciones.
Un caso significativo por lo que representa de atención hacia lo nuevo y al mismo tiempo de prevención ante ello, es el del dominico Antoni Canals (Valencia, 1352?-1419). Este seguidor de Vicente Ferrer -quien, por cierto, rechazaba de plano la cultura clásica-, compuso un importante tratado dedicado al rey Martín el Humano, Escala de contemplació (1398-1400), si bien la mayor parte de su actividad literaria se centra en las traducciones. Canals es la figura más importante del senequismo en la Corona de Aragón -tradujo el De providentia- y llevó a cabo considerables versiones de obras como las de Valerio Máximo o del Africa de Petrarca, con incorporación de fragmentos extraídos de autores clásicos. Si esta manera de proceder ya es indicativa de una mentalidad que no acaba de abandonar viejos hábitos y que se resiste a aceptar las posturas y métodos que propugnará un Petrarca, también lo es el hecho de que Canals, temeroso de las consecuencias morales y religiosas del conocimiento de las obras de la Antigüedad, intervenga en los textos advirtiendo de sus riesgos, y ofreciendo una lectura cristiana de las obras que traslada al vulgar.
El peso de esta mentalidad, que convencionalmente podemos seguir llamando medieval, es pues poderoso. Un orador áulico como el barcelonés Felip de Malla (c. 1370-1431), que se lamenta del pobre estado de los estudios en la Corona de Aragón y del escaso interés por la cultura latina, cuando redacta su manual ascético Memorial del pecador remut, lo único que logra construir de acuerdo con el sentido de su queja se encuentra en una sintaxis clasicizante aunque raramente convincente.
Más relevante es el caso del mallorquín Ferran Valentí (?-1467), que se formó en Italia y mantuvo contactos con humanistas de la categoría de Antonio Beccadelli o aquel padre y preceptor mío, Leonardo Bruni. Valentí efectuó una versión muy correcta de los Paradoxa de Cicerón, a los que colocó un interesantísimo prólogo que ha sido considerado como el equivalente del Prohemio del marqués de Santillana.
El primer helenista catalán -y según Menéndez y Pelayo el primero de la península- es el barcelonés Jeroni Pau (muerto en 1497). Pau, autor de epigramas latinos de tan cuidados hasta preciosistas, y de otras de carácter histórico y erudito, redactó también un tratado de corrección idiomática que lleva un título contundente: Regles d'esquivar vocables o mots grossers o pagesívols (1490).
El erudito más completo que dio el humanismo en la Corona de Aragón es sin duda el cardenal Joan Margarit i Pau (Gerona, 1422-Roma, 1484), educado en Bolonia. Su obra más importante es el Paralipomenon Hispaniae, y significa de hecho la aparición de la historiografía erudita en la Península. Dedicado a los Reyes Católicos, celebra la reciente unión de las Españas Citerior y Ulterior, a las que "con vuestro enlace matrimonial", escribe en el prólogo, "habéis devuelto aquella unidad que desde los tiempos de los romanos y de los visigodos había perdido". Cabe aclarar que el punto de vista del cardenal no es el de la reina, sino el de Fernando de Aragón.
La obra de creación literaria más considerable de entre todas las aportaciones de los hombres de letras que por un concepto u otro pueden ser calificados de humanistas es la del barcelonés Bernat Metge (1340-1413). Es el primero que recibe con provecho la lección humanista de Petrarca y de Boccaccio, aunque no tenga una preparación filológica comparable, ni una inclinación por lo filosófico tan marcada ni generosa. Metge vive siempre en el siglo y no conduce su literatura nunca más allá de donde le llevan las vicisitudes de su biografía.
Su primera obra, aún con un intenso sabor medieval, es el Libre de Fortuna e Prudéncia (1381), poema narrativo escrito en la lengua híbrida, mezcla de occitano y catalán, propia de la lírica de sus contemporáneos y de la narrativa en verso, respecto de quienes, sin embargo, marca distancias alegando irónicamente incompetencia ante los "trobadors del saber gay". La obra plantea un viaje al otro mundo, elaborado con materiales de La faula, del Anticlaudianus, del Roman de la Rose o de la Elegia de Arrigo de Settimello, partiendo al alba y volviendo al mismo día antes del amanecer, que sirve no sólo para manifestar una personalidad urbana y burguesa, sino sobre todo para plantear uno de los temas capitales de su obra. Un tema que por cierto irritaba a Canals: la providencia divina y la existencia del mal en el mundo. La conclusión, disimuladamente ambigua, deja a Metge del lado de lo casi herético.
Esta actitud descreída, que no concede ningún valor a la fe, se complementa con una posición moral también alejada de la ortodoxia, y que se expresa en máximas tan transparentes como la que sigue, expuesta en su paródico Sermó: "Seguesca el temps qui viure vol/ si no poria's trobar sol/ e menys d'argent" (Siga el tiempo quien quiera vivir/ si no podría encontrarse solo/ y sin dinero).
La primera obra de carácter humanista es la traducción del Griseldis de Petrarca, y resulta significativo que Metge prefiera la versión latina que recita Petrarca, "poeta laureat", al original italiano. Hacia 1395, inspirándose en el Secretum de Petrarca inicia la redacción de la Apologia, de la que sólo tenemos el fragmento inicial. Esta pieza constituye una gran novedad y una experiencia inédita en Europa, ya que se proponía construir un diálogo de naturaleza filosófica no en latín sino en vulgar. En lo poco conservado se constata algo tan propio de la nueva actitud intelectual como una cierta sensación de aislamiento ante el mundo, la crítica de la vulgaridad ambiental, el gusto por los libros y la compañía de los antiguos o un sentimiento de distinción intelectual.